El año pasado releí El péndulo de Foucault, de Umberto Eco, y apunté algo como esto:
Dormitando con la tele prendida pienso que me gusta la novela porque hace ese despliegue tremendo de erudición histórica (y justo de una historia tan desopilante y lejana) con una ternura y una compasión igualmente tremendas. Es la historia de investigadores que inventan y reinventan un relato siempre preocupados por poder comprender y respetar a sus personajes.
Me conmueve Casaubon y su deseo de dignificar, de recordar amorosamente, de no infantilizar ni exotizar a esa otredad perdida para siempre que es el Pasado.
Después engancho el final de Spanglish, y lloro, porque estoy llena de amor por mi prójimo.
El péndulo termina siendo casi casi una advertencia sobre lo fácil que es, con un poco de práctica, conectar todo con todo. Peor aún: sobre lo fácil que es convencer a la gente de que uno sabe de qué está hablando. El tío Umberto se preocupa por todos nosotros, como siempre.