viernes, 4 de abril de 2014

How I Met Your Mother

Lloré menos durante el último episodio de How I Met Your Mother que cuando terminó, porque el final me lastimó en un lugar muy íntimo, arbitrario, sobreidentificado y un toque hormonal. 

La serie venía despidiéndose de a poco, en una larga cuenta regresiva que parecía haber jugado todas sus cartas y con bastante gracia. 
Habían logrado convencerme en un puñado de capítulos de que la Madre, esta chirucita que me mostraron al final de la temporada ocho, era digna de Ted y valía la espera. El día que la oimos cantar en el balcón nos enamoramos todos de ella, con una cursilería que este programa nos enseñó, y que hay que agradecerle. 
El último capítulo venía bien, tonto y tierno, como tienen que terminar las comedias. Fue hermosa y perfecta la escena de Barney con la bebé, un poco porque Neil Patrick Harris es un divino, pero más que nada porque sabíamos las ganas locas que siempre había tenido de ser papá y el sacrificio que estaba dispuesto a hacer por Robin. Barney es gracioso siempre pero cuando ama y es amado brilla como la puta madre, y el que dice que no no entendió nada.
Me enojó que Barney y Robin se divorciaran, aunque no me sorprendió, como tampoco me sorprendió que Robin se borrara y Lilly sufriera.
Pero para mí era clarísimo que el capítulo tenía que terminar con la escena de la estación. 
Me dolió la ligereza con la que mataron a la Madre. Ted puede haber tenido años de felicidad con su esposa pero yo sólo pude estar contenta por él por dos segundos antes de que dieran un volantazo abrupto. Me dolió que saltara de pronto la hija, un personaje que no conozco para nada, a imponerme de prepo su lectura de lo que significó este largo relato. 
Tal vez el programa empezó apuntado a gente de mi edad y ahora, diez años después, le está hablando a gente que ya terminó de armar más o menos su vida y está ahora en el round 2, o 3, o 1000, de nuevos quilombos. 
Yo entiendo que el quilombo nao tem fin, pero no tengo ganas de verlo. 
Entonces me hinchó las pelotas que me sorprendieran al final, porque yo y esta serie teníamos un pacto y era (¡desde el puto piloto!) que esta historia no era sobre Robin, sino sobre renunciar a ella con la esperanza, con la certeza, de que algún día finalmente iba a terminar la soledad y el miedo. Que en algún momento se iba a acabar el suspenso, no iba a haber más giros en la trama. Que el terreno, cursi, tonto, tierno, del felices para siempre iba a advenir algún día con un gesto tan simple como acercarse a una chica en una estación de tren, tocarle el hombro y decirle hola. 
Váyanse todos a la puta que los parió.